Miré una vez más el rostro cadavérico: esos ojos tenían el curioso brillo del sol al atardecer. Eché un vistazo a la cama de atrás; un cuerpo inmóvil tapado hasta la nuca con mantas. “¿Con qué voy a cuidar a una vieja desconocida en lugar de mi bella durmiente abuela, eh?” Un enérgico manotazo con intención de quitar el sonda me sorprendió, y como lo había hecho ya tantas veces, sostuve su mano entre la mía y busqué tranquilizarla. Gemidos. Gemidos de terrible agonía, su cara crispándose en una mueca de dolor, párpados apretados con tal fuerza que parecía a punto de llorar; sentí cómo oprimía mi muñeca con odio por no dejarle romper el único hilo que la mantenía con vida. Abrió los ojos y se estancó en los míos. Creí que se despedía con la mirada. Pensé que su alma partiría y solo dejaría su viejo recipiente atrás, pero la enfermera irrumpió en la sala y me sacó del ensimismamiento. Una firme voluntad en un intento de acto humano me empujó a ofrecerme de voluntaria. Contuve las arcadas y ayudé a la enfermera a darla vuelta como panqueque para cambiarla.
Y en esos quince minutos tan intensos, un torrente de ideas fluía por mi mente.
Lo primero que pensé fue en cómo el tiempo nos da y quita todo. Recordé la analogía del tiempo como una montaña rusa: nos hace fuertes e inteligentes, nos regala millones de experiencias increíbles, nos brinda toda la vitalidad; por esos años, estamos en la cima. Y con el pasar de más años, viene el descenso: nos quita todo lo que alguna vez nos dio. El ímpetu, la mente brillante, la autonomía, nos desgasta los recuerdos, nos hace débiles al primer impacto. Parece reírse cruelmente de nuestra fragilidad en el espacio, de nuestros breves instantes de existencia; y así termina siendo la eterna lucha de los humanos por llegar en mejor forma a la mayoría de edad. Verdaderamente, una carrera contra reloj.
Una vez más, el deseo de no morir a una alta edad se afirmó en mi interior: la señora en mis manos me confirmaba la desgracia de perder tu independencia. Aquella mujer estaba en el lecho de su muerte, no había solución o escapatoria a ello: solo estaba recostada en una cama esperando su fin. No ser capaz de moverte o articular palabra es una de las cosas más tristes.
No me gustaría depender de nadie, no me gustaría sientan pena de mí jamás.
No me gustaría depender de nadie, no me gustaría sientan pena de mí jamás.
Antes cualquier otra defunción.
Con todo esto, me enojé conmigo misma por todas esas veces que creo no poder o todos los “no” que dije a tantas posibilidades. Me sentí una idiota por malgastar valiosos minutos en asuntos tan triviales. Pero lo que no me soy capaz de perdonar, es saberlo y nunca corregirlo. Por nunca aprender el verdadero valor de las cosas.
Y como siempre -como parecen terminar todas las cosas que escribo- espero saber aprovechar mi vida, que no sea solo escribir o leer “hay que disfrutarla”, sino que verdaderamente sea capaz de hacerlo.
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