El tiempo nunca influye en el sentimiento

domingo, 12 de junio de 2011

Un cuento cataléptico para lengua


Hubo un tiempo en que no había alma valerosa que no temblara ante la posibilidad de ser víctima de su siniestro placer. Aquel que no conocía su nombre, lo reconocía por sus terribles actos. Todos palidecían al pensar en su sonrisa macabra aunque jamás la hubieran visto y muchas personas habían tenido la pesadilla de encontrarse entre sus garras. Cualquiera podía ser el siguiente. Cualquiera podía ser esa persona. Cualquiera podía ser el blanco de John Strifawrd.
No me interesa describir el estado en que se encuentran los cuerpos que dicho asesino deja detrás de su sombra. La perfección con que realiza sus “trabajos” -por nombrar de alguna manera la asquerosa y repugnante carnicería que comete- es una muestra de un ingenio descomunal. Tras varios meses de persecución, la policía está totalmente desesperada. Es que este talentoso homicida no muestra señales de un posible paradero ya que siempre se toma la molestia de obrar en lugares distintos y con su extrema pulcritud nunca se encuentra evidencia de que realizó el crimen, salvo por la marca que se reconoce en los cadáveres anteriores: las iniciales de su nombre.
Imagínense la amargura del pueblo. Con leer lo arriba expuesto, es comprensible. Un asesino que parece desvanecerse en el aire no es cosa para estar tranquilo. Los dementes suelen ser algo torpes y descuidados, de modo que la policía suele atraparlos al cabo de un breve tiempo. Pero, Strifawrd era un caso fuera de este mundo.
Para contarles acerca de la sucesión de hechos tan extraños en los que me vi envuelto, era necesario introducirlos a la situación de ese entonces. Necesario también es, mencionar que soy un cantinero de un pequeño y mugroso bar instalado en una calle lateral, y con esto me refiero a una clientela de lo más reducida, de modo que una persona nueva es identificable al instante.
Recuerdo que era la primera hora de la mañana, apenas di vuelta el cartel de “Abierto”: el tintinear de la campanilla pegada a la puerta me indicó la llegada de un cliente. “¿Que puedo ofrecerle?” fueron mis palabras. No tuve una grata respuesta, pues el forastero me apuntó con un puñal al cuello y dijo “Tú me ayudarás a desaparecer”. Algo en mi interior me dijo quién era él.

Luego de una charla que debo resaltar no fue nada cómoda, Strifawrd me explicó su plan y qué papel asumiría yo. Me comentó sobre los frecuentes ataques de catalepsia que lo mantuvieron alejados de “la acción” y que por ellos debía retirarse para siempre de su “pasatiempo” (este hombre provocaba pavor incluso cuando no se lo proponía). Básicamente, viviría conmigo esperando un nuevo ataque para que luego declare ante la policía el hallazgo de su cadáver. Lo enterrarían, horas después lo sacaría, él  pagaría por mi colaboración y me dejaría en paz por el resto de mis días. No podía negarme; primero, si me negaba me aniquilaría pues correría el riesgo de que hablara; segundo y principal, todo hombre sabe el factor determinante que constituye el dinero: más importante que mi propia vida, si obtenía no sólo el pago de mi jefe sino también la recompensa por entregarlo a la policía, demolería mi pocilga y compraría una lujosa en una mejor ubicación. Sin más, accedí.
Unas semanas –unas muy tétricas semanas con la compañía del mayor asesino serial compartiendo piso conmigo- sucedió. Estaba a punto de abrir el bar, cuando se desmayó y quedó tendido inconsciente sobre una mesa. Corrí por la carretilla preparada tiempo atrás, y aprovechando la perfecta ubicación de mi taberna –alejada de los ojos de la sociedad- cubrí el cuerpo con una bolsa y lo deposité en la carretilla. Andando por las calles vacías de los barrios bajos, encontré un callejón sin salida. Lo dejé allí, devolví la carretilla a su lugar, y corrí al edificio de la policía.

De aquí en más, se imaginan como siguió todo. La declaración, mi guía hasta el lugar del supuesto hallazgo, las felicitaciones y agradecimientos, las noticias por todos los medios de comunicación, la recompensa por mi colaboración al bien social, el entierro y adiós de John Striward, etc. Meses después, con un ramo de flores en la mano, contemplaba yo la tumba de aquel sujeto. Era consciente de la traición que cometí, me pesaba mucho saber que había dejado morir a una persona. La pesadilla recurrente que me atormentaba durante tantas noches: la visión de su lucha en vano, su intento de mover el montón de tierra que lo aplastaba, su falta de aire, su desesperación y horror al comprender que moriría agonizando. O quizá me equivoco, quizá siendo Striward, al comprender su situación no haría más que esperar la muerte que bien sabía merecía. Cuán extraña es la simpatía que se puede llegar a tener por un muerto; lo visito siempre porque sé nadie más lo hará y creo que es verdaderamente triste no ser recordado por nadie. Extrañaré verlo sentado en su típica mesa en el bar, aunque ahora extrañaré el lugar en sí mismo, porque ya comencé lo preparativos para la mudanza.

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